domingo, 28 de octubre de 2007

La clave de la democracia: la ley natural

Si queremos que la democracia —el gobierno del pueblo, al servicio del pueblo y por el pueblo—, funcione debemos repensar el hoy y analizar por qué no se ajusta a la verdad de su esencia y de su objetivo; la clave nos la da Benedicto XVI con esta reciente afirmación: la ley natural o «la norma escrita por el Creador en el corazón del hombre», es la que le permite distinguir el bien del mal y la que debe convertirse en antídoto ante el «relativismo ético», ante las ideologías que lo promueven. Para Benedicto XVI, es la ley natural el único fundamento de la democracia y el medio para que el humor de las mayorías o de los más fuerte se conviertan en el norte del bien y del mal.

Lo que ocurre es que no es fácil entender su naturaleza, ni aceptar su fuente, ni corroborar su identidad y eficacia: hoy sólo se acepta el poder, el equilibrio de fuerzas, o incluso la ley del talión; y esto no es humano, ni es justo, ni busca el Bien Común. La culpa de que la democracia no esté a la altura de sus expectativas la tiene esa mentalidad reductiva y reductora que construye lo que está bien y lo que está mal a su arbitrio y conveniencia; si todo es relativo la tolerancia y el respeto entre los hombres dependerá del sol que más caliente o de la luna que más influya, o lo que es lo mismo, la opinión de la mayoría que ostenta el poder pero no la razón ni el sentido común.

Más o menos como ocurre en España desde hace poco más de 3 años: existe un mal llamado consenso de una mayoría que ganó unas elecciones como consecuencia de un golpe de Estado e impone su juicio relativista para someter a toda una nación a una política totalitaria y nihilista; pero los españoles nos hemos plantado y desde numerosos sectores de la sociedad civil nos oponemos a los caprichos mesiánicos del Presidente del Gobierno. Las mayorías pueden equivocarse —ejemplos hay en la historia reciente y menos reciente—, y sólo han conseguido sus objetivos cuando han sido razonables, trascendentes y transparentes.

Y constituyen materia de la ley natural todas las políticas relacionadas con la dignidad de la persona humana, con la institución matrimonial, con los derechos de la familia y de la educación, con la justicia social, con la economía solidaria y no capitalista «casi salvaje», con el concepto del trabajo, con una vivienda digna, con el agua necesaria para todos y un largo etcétera: lo que es un bien para la persona y no un mal.

La ley natural comprende «que el Estado es subsidiario», no actor ni protagonista: existe para que el pueblo obtenga lo necesario, para que respete sus raíces y tradiciones, para que busque el Bién Común y no sólo de unos pocos que cuentan con una potente ayuda mediática para servir de altavoz a sus pretensiones. Y para nada más.

Marosa Montañés DuatoPeriodista. Presidenta mujeres periodistas del mediterráneo.
conoZe.com
22.X.2007

jueves, 25 de octubre de 2007

«Bienaventuranzas del político»

El Pontificio Consejo Justicia y Paz ha publicado las «Bienaventuranzas del político» formuladas por el siervo de Dios, el cardenal Van Thuân –quien presidió el dicasterio-- en 2002, año de su muerte. Estas propuestas las ha vuelto a presentar el cardenal Renato Martino --actualmente al frente de Justicia y Paz-- en su discurso del pasado 8 de octubre en La Plata (Argentina). Ofrecemos el texto.

1. Bienaventurado el político que tiene un elevado conocimiento y una profunda conciencia de su papel.

El Concilio Vaticano II definió la política «arte noble y difícil» (Gaudium et spes, 73). A más de treinta años de distancia y en pleno fenómeno de globalización, tal afirmación encuentra confirmación al considerar que, a la debilidad y a la fragilidad de los mecanismos económicos de dimensiones planetarias se puede responder sólo con la fuerza de la política, esto es, con una arquitectura política global que sea fuerte y esté fundada en valores globalmente compartidos.


2. Bienaventurado el político cuya persona refleja la credibilidad.

En nuestros días, los escándalos en el mundo de la polí! ;tica, ligadas sobre todo al elevado coste de las elecciones, se multiplican haciendo perder credibilidad a sus protagonistas. Para volcar esta situación, es necesaria una respuesta fuerte, una respuesta que implique reforma y purificación a fin de rehabilitar la figura del político.

3. Bienaventurado el político que trabaja por el bien común y no por su propio interés.


Para vivir esta bienaventuranza, que el político mire su conciencia y se pregunte: ¿estoy trabajando para el pueblo o para mí? ¿Estoy trabajando por la patria, por la cultura? ¿Estoy trabajando para honrar la moralidad? ¿Estoy trabajando por la humanidad?

4. Bienaventurado el político que se mantiene fielmente coherente,


con una coherencia constante entre su fe y su vida de persona comprometida en política; con una coherencia firme entre sus palabras y sus acciones; con una coherencia que honra y respeta las promesas electorales.

5. Bienaventurado el político que realiza la unidad y, haciendo a Jesús punto de apoyo de aquélla, la defiende.

Ello, porque la división es autodestrucción. Se dice en Francia: «los católicos franceses jamás se han puesto en pié a la vez, más que en el momento del Evangelio». ¡Me parece que este refrán se puede aplicar también a los católicos de otros países!

6. Bienaventurado el político que está comprometido en la realización de un cambio radical,


y lo hace luchando contra la perversión intelectual;lo hace sin llamar bueno a lo que es malo;no relega la religión a lo privado;establece las prioridades de sus elecciones basándose en su fe;tiene una charta magna: el Evangelio.

7. Bienaventurado el político que sabe escuchar,


que sabe escuchar al pueblo, antes, durante y después de las elecciones;que sabe escuchar la propia conciencia;que sabe escuchar a Dios en la oración.Su actividad brindará certeza, seguridad y eficacia.

8. Bienaventurado el político que no tiene miedo.

Que no tiene miedo, ante todo, de la verdad: «¡la verdad –dice Juan Pablo II– no necesita de votos!».Es de sí mismo, más bien, de quien deberá tener miedo. El vigésimo presidente de los Estados Unidos, James Garfield, solía decir: «Garfield tiene miedo de Garfield».Que no tema, el político, los medios de comunicación. ¡En el momento del juicio él tendrá que responder a Dios, no a los medios!



François-Xavier Card. Nguyên Van Thuân
ROMA, miércoles, 17 octubre 2007 (ZENIT.org)

miércoles, 24 de octubre de 2007

Nobel para el principio de precaución

Ningún otro galardón confiere mayor crédito de integridad y respetabilidad moral que el premio Nobel de la Paz. Desde ahora, Al Gore, ex vicepresidente de Estados Unidos, ex candidato a presidente, ganador de un Oscar y adivino del cambio climático, ha ascendido al panteón de los pacificadores instaurado por Alfred Nobel, donde se reúne con lumbreras como Albert Schweitzer, el Dalai Lama, la Madre Teresa, Martin Luther King o Andrei Sajarov.

Sin duda, el Comité Nobel noruego se exponía a la polémica al laurear a Gore y al Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático (IPCC). Su fallo se ha interpretado como un corte de mangas a George Bush, un refrendo para una ciencia dudosa o un tributo a los verdes. Pero eso no es justo: el Nobel de la Paz siempre ha sido provocativo.

Lo singular del premio de este año no es la polémica, sino que los laureados no han hecho nada por la paz. La premiada en 2004, la keniana Wangari Maathai, también era una ecologista, pero al menos era una activista en favor de los derechos de la mujer. Por lo que respecta a luchar por la paz, Gore y el IPCC no han hecho ni pizca. Ni siquiera han hablado de hacer una pizca. Por tanto, el verdadero premiado de 2007 es el “principio de precaución”: algún día podría pasar algo terrible en algún sitio. Así se desprende del comunicado de prensa del Comité:

“Unos cambios climáticos de amplio alcance pueden alterar y amenazar la condiciones de vida de gran parte de la humanidad. Pueden provocar grandes flujos migratorios y estimular la competencia por los recursos de la Tierra. Tales cambios supondrán una carga especialmente pesada para los países más vulnerables del mundo. Es posible que aumente el peligro de conflictos violentos y guerras, civiles o internacionales” (la cursiva es nuestra).

¿No tiene algo de insensato canonizar el principio de precaución? Lástima que el pobre Immanuel Velikovsky (1895-1979), el autor del bestseller Mundos en colisión, muriera demasiado pronto. Habría podido alcanzar el panteón por advertir a la humanidad del peligro de los impactos de asteroides. Imagínense la tormenta política que se puede formar si un asteroide aplasta la ciudad de Oslo.

Hoy día nos acechan tantas catástrofes. Por todas partes se ven desastres que amenazan traer nuevas violaciones de derechos humanos, mayor competencia y guerras. Las espantosas consecuencias de la epidemia de obesidad, la paidofilia, la epidemia de depresión, la pérdida de biodiversidad, la discriminación contra los homosexuales, el fundamentalismo religioso y no usar el hilo dental son amenazas que el comité del Nobel de la Paz podría considerar.

Conceder el Nobel por prevenir desastres que podrían ocurrir es señal de que el comité está corto de ideas sobre la paz. No siempre fue así. En 1997 otorgó el premio a la Campaña Internacional para Prohibir las Minas contra Personas y a su coordinadora, Jody Williams. ¿Se ha quedado ciego a la larga lista de auténticas causas como esa: el tráfico de mujeres, el trato a los refugiados, los abortos forzados, la persecución religiosa? Seguro que quienes luchan contra esas tremendas realidades son personas que, como estipuló Nobel, “han hecho lo más o lo mejor posible por la fraternidad entre las naciones, por la abolición o la reducción de los ejércitos permanentes y por la promoción de conferencias de paz”.

Quizás el problema básico del premio Nobel de la Paz es la filosofía que lo inspira. Presupone que se puede alcanzar la paz duradera mediante el activismo político y el progreso tecnológico.

Nobel era un escéptico en materia religiosa, un hijo de la Ilustración convencido de que el progreso tecnológico era el progreso humano. Creía incluso que la dinamita, el invento que le hizo rico, terminaría con las guerras. En 1891, 23 años antes de la carnicería de la I Guerra Mundial, escribió a la pacifista Bertha von Suttner que “tal vez mis fábricas pondrán fin a la guerra más pronto que sus conferencias: el día en que dos ejércitos pueden aniquilarse mutuamente en un segundo, sin duda todas las naciones civilizadas retrocederán con horror y licenciarán a sus soldados”.

El siglo XX ha desmentido una y otra vez esa insensata previsión. Premiar a los que denuncian el cambio climático no hace sino perpetuar el error de pensar que puede haber paz duradera sin una idea clara de justicia y una noción común de la verdad.

Firmado por Michael Cook Fecha:
17 Octubre 2007

martes, 23 de octubre de 2007

La memoria que separa

Ante el desbloqueo de su tramitación parlamentaria, otra vez está sobre el tapete la memoria histórica. De la que, como sucede con el colesterol, y aunque algunos lo nieguen, existen dos: una buena, la que une, que en aras de la salud social debe potenciarse, y otra perniciosa, la que separa, cuya difusión hay que controlar para evitar sus daños, entre los que se hallan los trombos que obstruyen la convivencia, y los infartos que matan la concordia.

Ambas han existido siempre en todas las sociedades, aunque la segunda solo en la España de nuestros días ha sido oficializada con promoción institucional y dinero público, pese a que sus objetivos no tienden a la concordia ciudadana ni al interés general, sino a intereses partidistas. Justificada con argumentos de demagógico sentimentalismo que han llegado a confundir a cierta gente de buena fé. Y desempolvada después de treinta años de concordia tras la transición que se inició en 1975. Lo que indica que su propósito no es honrar a muertos ignorados, que eso pudieron empezar a hacerlo entonces, sino el oportunismo político. Que una cosa es la obra de misericordia de enterrar a los muertos, y otra muy diferente desenterrarlos para atizar con ellos a la gente en la cabeza como si fueran garrotes.

Tan parcial iniciativa ha suscitado fuerte rechazo en mucha gente que estima que lo mejor que se puede hacer con los muertos es dejarlos descansar en paz, y no utilizarlos como arma arrojadiza setenta años después de su muerte. Porque la memoria hay que ir aliviándola de contenidos, ya que si se pretende conservarlos todos, éstos acaban por aplastar.

Algunos desavisados preguntan: ¿Pero qué se entiende por memoria histórica buena o memoria histórica mala? Mas la cuestión no es qué se entiende, sino qué es cada una de ellas según su naturaleza. La memoria histórica a secas, aunque ahora, para distinguirla de la otra, haya que llamarla memoria histórica buena, es la que evoca y analiza con objetividad el pasado para tomarlo como referente de identidad y pauta de actuación cara al futuro. Asumiéndolo y recordándolo como fue, no con criterio selectivo, según a cada uno le hubiera gustado que fuera. Todo, no solo lo que interese a una facción según las circunstancias. La que asumiendo las luces y las sombras de dicho pasado, fundamenta sobre el mismo una idea de patria, establece referentes de identidad, potencia el orgullo de pertenencia a la nación, refuerza su unión, aprieta la solidaridad entre sus miembros, y cimienta el sentido de la convivencia. La que hace vibrar ante los momentos gloriosos y los símbolos comunes. La que insiste en lo que identifica y une, y no en lo que disgrega y separa. La que, como en las familias, establece fuertes lazos de integración, solidaridad y orgullo de pertenencia, y hace que la mancha de un desfalco cometido hace diez generaciones no sea razón para renegar de la estirpe, ni para continuar buscando imputaciones de responsabilidad cien años después.

Frente a ella, la memoria histórica mala es la que pretende dar la vuelta al pasado para reavivar sus peores momentos. La que presenta los hechos con criterio selectivo, tergiversa lo ocurrido, y pretende reescribirlo. La que arranca de premisas falsas. La que hurga en lo que separa en lugar de potenciar lo que une. La que se alimenta del rencor. La que ve a la sociedad dividida entre «nosotros y ellos». La que, como en los lugares más remotos de la geografía profunda, no olvida las afrentas centenarias ni descansa hasta lograr el desquite.

La que, por recurrir a un símil elemental pero expresivo, impide a los apasionados viscerales del equipo rojo olvidar que hace un siglo el equipo azul les ganó por goleada el partido decisivo arrebatándoles la Copa, y hace que cien años después sigan manteniendo la sangre encendida y el encono vivo contra la directiva, el entrenador, los jugadores, el árbitro, la federación, y hasta los masajistas del equipo vencedor, sin asumir una derrota que todavía no han podido encajar, y que les escuece en lo más hondo, pero que no hay quien borre.

La que hace imposible olvidar un acontecimiento adverso y asumirlo como algo del pasado, archivado ya por la historia. La que atribuye el fracaso no a que su equipo fue peor, sino a artimañas y trampas que les robaron el partido, ignorando el caos en que sus filas estaban inmersas cuando salieron a jugar, como consecuencia de la falta de autoridad y el desorden que los atenazaba desde que el club entró en competición tras eliminar, ellos sí, antirreglamentariamente, al equipo precedente. La que conserva vivos, pese al tiempo transcurrido, los resentimientos y el encono. La que un siglo después exige la revisión del resultado y pone en cuestión el reglamento y la actuación del árbitro, para demostrar que les robaron el partido y los vencedores fueron ellos. Los que pretenden que la realidad se vuelva del revés. Que se descalifique e imponga sanciones a quienes ganaron, y su victoria se convierta en derrota digna de cárcel. En definitiva, la que pretende cambiar la historia.

La que, y esto es lo peor, envenena el presente con la presentación manipulada del pasado, haciendo que los descendientes en quinta generación de los seguidores del equipo perdedor de hace un siglo, continúen viendo como enemigos irreconciliables con los que no hay nada en común, y de los que hay que vengarse, a los descendientes en quinta generación de los seguidores del equipo que hace un siglo los echó de la Liga.

Y la que, para mayor escarnio, pretende todo eso en nombre del espíritu deportivo, los principios olímpicos, y la concordia en la competición. Y además lo paga con dinero público.
Esa es la memoria histórica mala que tan perniciosa resulta para la salud de un pueblo. La que ya ha provocado varios peligrosos amagos de infarto a la sociedad española. La que si antes no se aplica el remedio de la sensatez, acabará en el colapso definitivo de la concordia entre los españoles.

Alberto González Rodríguez
Hoy
10.X.2007

lunes, 22 de octubre de 2007

Progresismo

Hay que reconocer que la izquierda tiene una inmensa capacidad para manipular el lenguaje poniendo en circulación palabras-mito, que mucha gente repite estimándolas como «políticamente correctas». Una de estas palabras es «progresismo» Ser progresista es bueno, aunque el que así se auto titula no tenga nada claro en que consiste tal cosa, salvo para afirmar que es progresista porque es de izquierdas y es de izquierdas porque es progresista. Un gobierno de progreso es el ideal democrático al que aspira la izquierda y los nacionalistas, aunque muchos de ellos no sean, ni hayan sido jamás, de izquierdas.

Por eso sería bueno que tratáramos de ver lo que se esconde detrás de estas palabras de contornos actualmente vagos y nebulosos. La idea del progreso ha tratado de sustituir a la fe en la providencia, como mano invisible que orienta e impulsa el desarrollo de la humanidad a través de la ciencia en un ascenso imparable. La idea de un progreso indefinido pienso que está en crisis desde que empezamos a hablar de desarrollo sostenible y tuvimos conciencia del costo que representaba y del peligro de que podemos acabar con la vida en el planeta, cada vez más publicitada con teorías sobre el calentamiento global, o la destrucción de la capa de ozono o una nueva glaciación.

Unida la idea del progreso al marxismo, al capitalismo o a los distintos tipos de socialismo, se ha ido ofreciendo como solución política a todos los problemas de la humanidad, en una especie de optimismo antropológico desmentido una y otra vez, dejando en su camino millones de victimas. Aunque la ciencia haya mejorado las condiciones de vida de gran parte de la humanidad, las diversas ofertas políticas no ha resuelto los problemas de libertad, igualdad y fraternidad de todos los hombres, aunque unas hayan conseguido éxitos limitados y otras, fracasos estrepitosos. Tampoco está nada claro que haya habido un progreso moral global, pues al lado de grandes esfuerzos por paliar el mal y el dolor y encontrar la felicidad, siguen «progresando» formas perversas de dominación, de terrorismo, de inseguridad, de genocidios...

Cuando aquí, en España, hablamos de progreso y de progresismo ¿de qué hablamos?

¿De democracia? Para los progresistas la democracia se invoca como un absoluto legitimador de cualquier cosa, pero que se concreta en votar cada cuatro años unas listas cerradas y bloqueadas, confeccionadas por los partidos que buscan obtener el poder a cualquier precio, como se puede comprobar en los pactos y componendas que siguen a cada elección. Se oponen a una reforma electoral por respeto, dicen, a las minorías, pero vejan e insultan a todas horas al Partido Popular que representa a muchos más españoles que todas las minorías juntas.

¿De los derechos humanos? Pero en lugar de defenderlos en el mundo, se inventan otros nuevos, de consumo interno, para demostrarse a sí mismos lo progresistas que son: matrimonios homosexuales, paridad, divorcio exprés, liberalización del aborto, eutanasia, investigación sobre embriones, etc. etc.

¿De libertad? No parece que crean mucho en ella los que impiden a los padres educar a sus hijos en sus propios valores e imponen una asignatura obligatoria para formar la conciencia de los jóvenes, educar sus sentimientos, orientar sus opciones afectivas y sexuales. Al mismo tiempo amenazan a los que objetan este engendro de asignatura.

¿De tolerancia? A través de ella se busca la aceptación del relativismo, de que todas las ideologías, doctrinas y religiones tienen el mismo valor. Pero estos tolerantes son absolutamente intolerantes con cualquiera que no piense como ellos.

¿De políticas sociales? Las Comunidades Autónomas que llevan más tiempo sufriendo gobiernos progresistas y de izquierda ocupan siempre los últimos lugares del ranking nacional. Sobran los comentarios.

¿De política nacional? Lo progresista es compartir las ideas disgregadoras de nacionalismos, que pueden ser de todo menos progresistas, pues invocan los derechos de territorios antes quede personas, historias manipuladas, falsos victimismos para negarse a la solidaridad. Los progresistas, quizás no todos, están dispuestos a destruir España para luego volver a edificarla, pero sin planos ni proyectos. Destruir es fácil, pero construir lleva siglos.

¿De política internacional? Ser progresista es ser antinorteamericano, amigo de Fidel Castro, de Hugo Chávez o de Evo Morales. Hablar de la alianza de civilizaciones y contar cada vez menos en Europa y en el mundo. Seguir utilizando la guerra de Irak para atacar al PP y manteniendo soldados en otras guerras.

¿De historia? Quieren eliminar la reconquista y reeescribir lo ocurrido entre 1931-1939 al estilo orwelliano de 1984. Para esta reescritura siempre encuentran a mano a asalariados dela pluma o el ordenador.

He leído en algún lado que el progresismo es la enfermedad senil de la izquierda, idea que Comparto. Quién quiera ser progresista ¡allá él! Yo, desde luego, no.

Francisco Rodríguez BarragánMiembro del Movimiento Familiar
Cristiano
conoZe.com
16.X.2007

domingo, 21 de octubre de 2007

Clima, paz y vida

El premio Nobel de la Paz 2007 ha sido asignado al ex-candidato a presidente de los Estados Unidos, Al Gore, y al Grupo Intergubernamental sobre el Cambio Climático (en inglés, Intergovernmental Panel on Climate Change, IPCC), un órgano de estudio que depende de las Naciones Unidas.

Dejemos de lado un juicio sobre la oportunidad de este reconocimiento. Queda claro que con el mismo se busca dar un significativo espaldarazo a quienes piden una intervención urgente, a todos los niveles, para salvar el clima del planeta.

Por eso resulta oportuno, a raíz de esta asignación, reflexionar sobre estas tres palabras: clima, paz y vida.

El clima resulta una condición básica para la conservación y buena calidad de la vida. Algunas formas de vida se desarrollan mejor en climas calientes, otras en climas fríos, otras en climas templados. Según sea la rapidez y radicalidad de los cambios climáticos, algunos vivientes desaparecerán. Al mismo tiempo, aunque no es algo seguro, surgirán nuevas formas, o viejas formas de vida «conquistarán» territorios que antes resultaban inhóspitos para ellas.

Más compleja es la relación que exista entre clima y paz. Podríamos describirla desde los dos extremos: cómo la paz puede promover un clima mejor, y cómo un clima optimal ayuda a mantener la paz.

Respecto a lo primero, y de forma breve, es claro que la paz puede ser promotora de climas más saludables. La industria bélica de los últimos siglos ha desarrollado un arsenal militar capaz de dañar en pocos segundos y a largo plazo zonas muy extensas de territorio. Las consecuencias serán muchas veces muy graves para la salubridad ambiental de esas zonas e, incluso, de todo el planeta. Se producirán, al mismo tiempo, alteraciones imprevisibles respecto al clima local y mundial.

Respecto a lo segundo, podemos señalar lo siguiente. En el pasado, como en el mundo actual, ha habido cambios climáticos que causaron sequías y hambres, con los consiguientes movimientos de población. Masas humanas que deseaban encontrar agua y comida entraron en contacto con poblaciones de otros lugares y provocaron conflictos más o menos graves. Los cambios climáticos pueden ser, por lo tanto, motivo de guerras sumamente dañinas.

La ONU, a través del grupo IPCC, realiza una labor de concientización sobre los potenciales peligros para la paz mundial que se derivarían del cambio climático. Esto supone tres cosas. En primer lugar, tener una visión científica adecuada acerca de hacia dónde se dirija y cuál sea la envergadura del cambio climático. En segundo lugar, individuar cuál sea la responsabilidad que los seres humanos tengan respecto al cambio climático, especialmente quienes viven en los países más desarrollados. En tercer lugar, conocer y afrontar las consecuencias previsibles del cambio climático, y las estrategias a poner en práctica para amortiguar daños y para evitar, en la medida de lo posible, acciones humanas que puedan agravar más la situación presente y futura.
A cualquier observador salta a la vista lo complejo que es llegar a conclusiones indiscutibles respecto de los tres ámbitos de investigación apenas mencionados. Existe, además, el peligro de una lucha de poder entre «lobbies» científicos por imponer la propia teoría sobre las teorías de los «adversarios», con la ayuda de medios de comunicación, de partidos políticos y de grupos financieros interesados en apoyar una u otra teoría.

Resulta, por lo mismo, urgente crear un ambiente de estudio sereno y serio para llegar a resultados válidos y convincentes sobre una temática que nos interesa a todos. De este modo será posible dejar de lado teorías defendidas durante décadas cuando tales teorías muestren enormes deficiencias en los estudios que parecían sustentarlas y sean superadas por investigaciones más avanzadas.

Nos queda ofrecer una ulterior reflexión sobre el tema de la vida en este contexto. Ya dijimos que cada forma de vida se desarrolla y conserva en un clima optimal. Defender y promover, a nivel local y a nivel terráqueo, la estabilidad climática se convierte en un imperativo ético sólo si apreciamos como algo bueno la existencia de las distintas formas de vida, la biodiversidad a nivel local y a nivel mundial.

Durante siglos hemos reconocido al ser humano un lugar especial entre los demás vivientes. Tal reconocimiento, sin embargo, es puesto en discusión por algunos movimientos y grupos ideológicos que consideran que hay «demasiados» hombres y mujeres en el planeta, que promueven la eliminación de seres humanos antes de su nacimiento (aborto) o en sus últimas etapas (eutanasia).

Es contradictorio, en nombre del clima y de la paz, mantener un silencio cómplice ante la eliminación indiscriminada de millones de hijos no nacidos, ante el hambre y las epidemias que causan tanto dolor entre lo más pobres de los pobres. No existirá verdadera paz mientras no trabajemos en serio por eliminar injusticias tan profundas.

En ese sentido, es no sólo auspicable sino urgente, y esperamos que no sea un sueño imposible, el que algún año el premio Nobel de la paz recaiga en tantos movimientos y grupos a favor de la vida que trabajan por los más débiles entre los seres humanos: los no nacidos, los ancianos, los enfermos. Desde el esfuerzo que realizan, y junto a ellos, será posible defender un clima que nos permita vivir en paz con las demás formas de vida. Sobre todo, será posible vivir en paz con nosotros mismos, porque aprenderemos a respetar a cada ser humano, grande o pequeño, nacido o no nacido, joven o anciano, siempre merecedor de ayuda y protección en un mundo que deseamos más justo y más dispuesto a acoger y amar a todos.

Fernando Pascual, LC. Doctor en filosofía por la Universidad Gregoriana.Profesor de Hª de Filosofía, Filosofía de la Educación y Bioética.
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16.X.2007

miércoles, 17 de octubre de 2007

Hacia las sociedades adoctrinadas por el miedo

Esta es la realidad que yo veo: Impera más el veneno del miedo que el bálsamo del conocimiento en el mundo. Lo irracional pierde toda conciencia como está pasando actualmente. Aunque el saber se considere un bien público a universalizar, todavía es accesible a una minoría en la territorialidad globalizada. Creo que lo será siempre, pero nunca ha levantado tantos muros. Los que amasan poder, que son los que tienen la llave de la instrucción, saben que la mejor manera de llevar a sus súbditos, de mentira en mentira, pasa por negarles la enseñanza que les capacite para el discernimiento. Es cierto que cuánta más ignorancia, más cobardía; y, por ende, mayor facilidad para inyectar fanáticas doctrinas. Olvidan estos avaros poderes que también crece el odio y que una venganza propia de un gallina intimidado es temible. Los efectos ahí están, golpeándonos la vista a diario. Las contiendas, fruto de la insensatez e inconsciencia, rayan el salvajismo como única manera de resolución a las dificultades de la paz.

Una sociedad golpeada por el pavor al terrorismo, al chantaje, a las guerras psicológicas que tanto abundan en la actualidad, acrecienta la incertidumbre, divide y adoctrina en el espanto. Si en verdad caminásemos hacia la sociedad del conocimiento, con lo que eso conlleva de libertad, seríamos más respetuosos los unos para con los otros. El diálogo sincero es la única doctrina que nos puede ayudar a salir de este laberinto de inseguridades. Y la mejor ley para quitarnos temores, sin duda, es la ley natural; porque es aquella que no aparece contaminada, o sea, adoctrinada por la arbitrariedad de un poder usurero o por unos engaños intencionados y partidistas. En consecuencia, el máximo afán y desvelo de toda la familia humana, que ha de ser inmenso en los que tienen responsabilidades públicas, ha de gravitar en promover la audacia, el valor, el temple necesario, para instruir en la maduración de la conciencia moral. Sin esa moralidad injertada en la vida, que es raíz de la propia vida, todos los demás progresos serán como un barco a la deriva; se tiene el barco del conocimiento, pero para nada sirve, porque no es ni extensivo como el mar ni libre como las olas.

No cabe duda de que vivimos un momento de recelo continuo, por mucho que nos quieran adoctrinar con otros goces de dominio y progreso que, por otra parte, no son tales y, en el caso de que lo fueran, permanecen en la boca de algunos privilegiados. Para empezar, lo de hacer el bien y evitar el mal, suele estar ausente en los guías del caminante. Lo que si suele aparecer en los caminos de la vida, son guindas deslumbrantes, castillos que nos seducen, sobre todo a mentes poco pensantes, que nos engañan y enganchan a disfrutar a tope. Muchas veces llega a costarnos la propia vida este loco hechizo. Los divertimentos actuales de jóvenes y menos jóvenes, de niños con padres irresponsables, bajo la escena de los baños de alcohol y drogas, saltándose la ley y al ordenamiento jurídico en pleno si fuese necesario, son un claro ejemplo de la mezcla perfecta para que lo real del drama supere a la ficción una semana y otra también. Con la doctrina de la ley natural, a la que no hace falta inyectarle el miedo sancionador de la norma positivista, la misma naturaleza humana pondría techo a lo que no es estético, perder el sentido del ser y no saber estar. Cuestión de conciencia o de vergüenza si quieren.

Los malignos adoctrinadores del miedo campean a sus anchas por el hábitat, desprecian la vida humana y si alguno implora la objeción de conciencia, para no seguir el juego, le ponen un candado en la boca; también queman signos y símbolos, que son valores de unidad y cultivos de un pueblo, ahorcando si es preciso a la verdad que los sustenta. Desde luego, un pueblo que camina con otro pueblo, y éste con otro, y el otro con éste como es propio en un mundo globalizado, requiere mentores investidos de legítima autoridad y de genuina ética, capaces de atajar el mal con medidas ejemplarizadoras que no tienen porque ser sólo represivas, han de ser asimismo rehabilitadoras y habilitadoras de revitalización moral, carácter que se imprime a la sombra del árbol de la vida.

Bajo un perpetuo temor viven las sociedades adoctrinadas por el miedo, que cada día son más. Los incendios bélicos, al igual que todo tipo de violencias, se contagian y máxime en un mundo crecido en armas y en experimentos atómicos que ponen en grave peligro toda clase de vida en nuestro planeta, también la artificial que propugna el controvertido investigador Craig Venter, involucrado en la carrera por descifrar el código genético humano. Lo que sí habría que desentrañar son los negocios sucios que generan este tipo de ensayos que germinan sin concierto, orden ni ética alguna, puesto que, en vez de ayudarnos a redescubrir la ley de la naturaleza que todos llevamos consigo por el hecho de ser persona en este mundo, nos la ocultan, encumbren y tapan, lo que en justicia si son fundamentos de una moral universal, perteneciente al gran capital estético de la sabiduría humana. Porque, además, la paz no puede darse en la sociedad humana si primero no se da en los adoctrinadores, sean gobernantes o vasallos. Bajo esa desesperación muda que es el miedo, no cabe otro pensamiento que vacunarse contra esa cruel angustia que produce estar a la expectativa de un mal que nos puede asaltar en cualquier esquina, a pesar de tantos agentes de orden para este descomunal desorden de rompe y raja. Por lo menos, aquí en España, por aquello de refrendar nuestra hispanidad de raza, pónganos a salvo Sr. Zapatero, usted que es el inventor de la alianza de civilizaciones, y que entre el miedo en el seguro como prestación social. Presupuéstelo, que se le adelantan. Esta ayudita en el votante, fijo que hace caja de votos.

Víctor Corcoba Herrero. Escritor, poeta, crítico literario y de arte, columnista especializado en temas sociales y de pensamiento
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8.X.2007

lunes, 15 de octubre de 2007

Nacionalismos y dignidad humana

El hombre es un ser histórico. Nace en una familia, aprende un idioma, se sumerge en una cultura, acoge la religión que le enseñan en casa o en la parroquia.

Desde su historicidad, cada hombre o mujer entra a formar parte de diversos grupos humanos. Desde el más íntimo y cercano, la familia, hasta el más amplio y universal, la humanidad.

Pertenecemos a distintos grupos gracias a algo común: la identidad humana. Desde ella podemos considerar a cualquier hombre, a cualquier mujer, como hermano nuestro, como co-partícipe de algo que une por encima de las diferencias.

Los distintos grupos de pertenencia mantienen su carácter sano y dinámico si no pierden nunca de vista esa común identidad humana. Así nacerá en cada uno el respeto al diverso, el compromiso por la justicia, la búsqueda del servicio, el amor sincero hacia los demás. Por el contrario, los grupos de pertenencia sufren serias patologías cuando atan a formas de agregación que fomentan la violencia y la intolerancia, cuando invitan al desprecio al diverso.

En el pasado y en el presente, palabras como «patria» y como «nación» (con sus riquezas y su complejidad) han sido y son asumidas como fuentes de integración o como motivo de desprecio. Convertir el nombre de una nacionalidad distinta de la propia en un insulto implica caer en un nacionalismo enfermizo, en una degeneración que es la antítesis más completa de lo que podríamos considerar un sano patriotismo.

Juan Pablo II, en su libro «Memoria e identidad» (pp. 87-88), explicaba la diferencia entre patriotismo (sano amor a la propia patria) y nacionalismo (una degeneración peligrosa) con estas palabras: «el nacionalismo se caracteriza porque reconoce y pretende únicamente el bien de su propia nación, sin contar con los derechos de las demás. Por el contrario, el patriotismo, en cuanto amor por la patria, reconoce a todas las otras naciones los mismos derechos que reclama para la propia y, por tanto, es una forma de amor social ordenado».

La humanidad ha sufrido y sufre por guerras absurdas y choques culturales originados desde nacionalismos exagerados. El amor a la patria no puede convertirse en desprecio hacia el diverso. El verdadero diálogo entre las culturas y los pueblos pasa por cada corazón humano que comprende el valor de quienes comparten una común humanidad por encima de diferencias históricas, por más profundas y visibles que éstas puedan ser.

Reconocer la dignidad humana de todos, grandes o pequeños, nacidos o no nacidos, niños o ancianos, españoles o japoneses, es el paso necesario y urgente para sanear cualquier proyecto de integración nacional o internacional. Sólo así la humanidad cerrará páginas de historia llenas de sangre e injusticia para abrirse a horizontes de esperanza, justicia y paz.

Fernando Pascual, LCDoctor en filosofía por la Universidad
Gregoriana.Profesor de Hª de Filosofía, Filosofía de la Educación y Bioética.
conoZe.com
9.X.2007

domingo, 14 de octubre de 2007

Suspenso en tolerancia

El respeto y la tolerancia del discrepante es una asignatura difícil. A menudo los innovadores sociales apelan al pluralismo y a la diversidad para abrir espacio a sus ideas, pero, en cuanto consiguen un reconocimiento oficial, se descubren una vocación de inquisidor. No hace falta buscar ejemplos en regímenes autoritarios. Las democracias liberales proporcionan suficientes noticias cada día.

En Finlandia la justicia ha inculpado a un pastor luterano por negarse a concelebrar un servicio religioso con una mujer pastor. ¿Qué hace un tribunal civil juzgando una cuestión estrictamente religiosa? En Finlandia, como en otros sitios, la cuestión de la ordenación de mujeres ha dado lugar a no pocas polémicas. La Iglesia luterana la ha admitido, y hoy son mujeres uno de cada tres pastores. Cabe pensar que en esta situación lo más respetuoso con la libertad es permitir que cada pastor celebre su servicio religioso de acuerdo con sus creencias; que la mujer pastor pueda celebrar, pero que no imponga su presencia al que no quiere celebrar con ella.

Ari Norro, miembro de un grupo evangélico opuesto a la ordenación de mujeres, es de los que no quieren concelebrar con una mujer. Y por negarse a hacerlo ha sido denunciado ante los tribunales por discriminación.

“La ley no admite excepción”, dice el fiscal. “El código penal finlandés es muy estricto en la materia: no se puede imponer un trato distinto a una mujer en razón de su sexo”.

Pero la cuestión es si se puede imponer un trato uniforme en las normas que se refieren a cuestiones religiosas y las que se refieren a cuestiones civiles. Con esta imposición acabamos aplicando al ámbito religioso las reglamentaciones propias del ámbito laboral. Y, de ese modo, en vez de la separación de la Iglesia y del Estado, caemos otra vez en la injerencia, en este caso del poder secular en la órbita religiosa. Una sociedad verdaderamente pluralista es la que respeta la libre autonomía de instituciones que se rigen por las normas propias de su ámbito.

La inculpación del pastor confirma esa deriva intolerante del nuevo establishment: para justificar el cambio se invoca primero el pluralismo, y para imponer la uniformidad después se recurre al Código Penal.

Silenciar al discrepante

Excluir y silenciar al adversario es otro recurso para evitar la confrontación intelectual. Normalmente exige primero descalificar al discrepante, atribuyendo sus ideas a la fobia o al prejuicio, sin molestarse en contestarlas. A veces esto sucede en sitios como las Universidades, que deberían ser un foro abierto para discutir cualquier idea. Pero hoy lo políticamente correcto cuenta más que la libertad de expresión. Lo ha sufrido en sus carnes Lawrence Summers, eminente economista estadounidense, ex secretario del Tesoro y ex presidente de Harvard.

Cuando Summers era presidente de Harvard una vez se atrevió a decir que valdría la pena investigar por qué no había más mujeres que destacaran en matemáticas y ciencias. No decía que estuvieran incapacitadas para ello, sino que de hecho no había tantas mujeres excelentes en estos campos como en otros. Fue suficiente para que algunos se rasgaran las vestiduras por el hecho de que Summers se atreviera a suscitar una cuestión tan indelicada. Y el asunto no se ha olvidado.

Summers había sido invitado a pronunciar un discurso en una cena de la junta de gobierno de la Universidad de California. Pero algunos profesores izquierdistas protestaron alegando que Summers era el símbolo del “prejuicio racial y de género en la vida universitaria”. Y pidieron que se retirara la invitación. La junta de gobierno se plegó cobardemente a la imposición. Y en los mismos días en que la Universidad de Columbia se atrevía a escuchar al presidente de Irán, Ahmadinejad, la Universidad de California negaba la palabra a Lawrence Summers. Así, los que se consideran abanderados de la política de inclusión de todo tipo de minorías, imponen la exclusión en su propio territorio.

Censura gay

Cabría pensar que los que han sufrido la exclusión fueran los más interesados en promover la tolerancia y la diversidad. Pero en algunos casos parece más bien que recurren a las mismas armas que se utilizaron contra ellos. En España para impulsar su causa el movimiento gay ha apelado continuamente a la tolerancia, al respeto de las diversas orientaciones sexuales, a la libertad para que cada uno pueda expresar sus ideas y conductas sin vivir en la clandestinidad social.

Pero, ahora que no hay ninguna traba legal para sus pretensiones, la Federación que los agrupa (FELGTB) ha redescubierto la utilidad de la censura. Les ha irritado profundamente que el manual de la asignatura de Educación para la Ciudadanía de la editorial Casals mantenga que el matrimonio es solo la unión de un hombre y de una mujer, y que las uniones homosexuales no lo son. Esta idea les parece que “no se corresponde con el siglo XXI”. Aunque no debe de ser tan insólita cuando sigue vigente en casi todos los países del mundo, a excepción de unos pocos europeos y Canadá.

En cualquier caso, a la FELGTB no le basta que la legislación española sea una de las pocas que admite el matrimonio gay. Quiere que ningún libro de texto pueda ponerlo en duda y examinarlo críticamente. Por eso ha pedido que el Ministerio de Educación intervenga y ordene retirar el libro.

Ya que en la Educación para la Ciudadanía se trata de conocer los derechos y libertades ciuadadanas, la FELGTB debería recordar que la censura de libros está abolida en España, y que la Constitución reconoce la libertad de expresión y de cátedra.

Pero lo más significativo es que los que se presentaban como los campeones de la tolerancia y la diversidad intenten ahora imponer a todos sus propias ideas. Dentro de una apariencia de Locke han resultado tener un alma de Torquemada. Tal vez sea untrastorno de género.

Firmado por Ignacio Aréchaga Fecha: 10 Octubre 2007
Aceprensa.com